Sólo quiero que me escuches, me acompañes, sólo quiero que me ames
“Lunes otra vez…sobre la ciudad…la gente que ves…vive en soledad…” Por eso este Blog les llega los lunes, generalmente. “Porque el sol sobre la avenida nacerá…en las oficinas muerte en sociedad…la espantosa risa de la pálida ciudad” ah, ahhhhhh… Sui Generis, la adolescencia…los amigos y amigas de entonces. Y me pregunto si estaré viviendo una segunda adolescencia, pero esta vez, una adolescencia feliz. Es como un rebrote juvenil sin acné (que por suerte nunca tuve). Y cuando una mujer se pone adolescente por un rato, se lo suele relacionar con algún romance. En este caso es un rebrote amistoso. Un re-descubrimiento de las amigas y algún que otro amigo. Disfrutar de los encuentros, los cafés, las salidas en bicicleta, las caminatas, un fin de semana de camping aunque esté mugriento y a pesar de los cortes de rutas, cantar con una amiga, generar espacios de intimidad, donde abrimos el corazón y nos sinceramos, cena por medio o mate o licuado o búho por medio, subirse a un avión para compartir un tiempo con la amiga que hace tanto no se ve, esperar meses para volver a ver a otra amiga de allá y entonces… Estar decidida a pasarla bien, a ser un motivo de alegría en la vida de los demás, a disfrutar del trabajo que con tanta pasión me llamó y me llama todos los días, a disfrutarlo a pesar de todo y sin entrar en detalles. ¿Volver a los 17, como diría Violeta? ¡Ni loca! A no ser que pudiera llevarme la paz interior, la experiencia vivida y tantos sueños cumplidos y por cumplir. ¿Cambiaría usted su vida por la de cualquier otro? Cuando escucho a alguien quejarse todo el día y le pregunto esto, luego de unos instantes de duda, inexorablemente la respuesta es:”NOOOOOO”. Entre charla y charla con mis congéneres pensaba… ¿Qué necesitamos las mujeres cuando le abrimos nuestro corazón a alguien y contamos algo que nos pasa o pasó, algo que sentimos? Creo que sólo necesitamos empatía. Empatía y compartir con alguien en quien confiamos y que confía en nosotras, algo que no contaríamos a cualquiera. Sentir que quien nos escucha, y eso ya es mucho, nos comprende, nos acompaña con cada palabra y sobre todo, lo más importante, SIN JUZGARNOS Y SIN INTERPRETARNOS. Esto se hace mas difícil con los varones, porque se ven en la necesidad de darnos SOLUCIONES. Recuerdo cuando alquilé mi primer departamento a los 21 años. Quería colocar una cadena en el techo, para que la lámpara cayera justo sobre el centro de la mesa. Un amigo me estaba visitando y absorto me dijo: “¿Por qué no movés la mesa y la ponés debajo de la lámpara?” Esta es una respuesta típicamente masculina. Creo que la experiencia ayuda mucho a la hora de dar una opinión. A la mayoría de las personas les resulta muy difícil comprender y aceptar algo que no les pase o les haya pasado. ¿Quién puede comprender y acompañar a quien tiene ataques de pánico, si no lo vivió o acompañó a quien los padeciera? Sólo alguien que ama y conoce del dolor y de las miserias humanas. Pero sobre todo, ¿Quién es lo suficientemente solidario como para hacerlo? No somos tontos… ¿O si? Sabemos diferenciar entre un ataque de pánico y un simulacro de pánico, ¿No? Sabemos diferenciar entre histeria y depresión, ¿NO?. Además, contamos con una historia en común que nos va a hacer apostar por esa persona o no, basándonos en lo que se ha compartido anteriormente. En base a la confianza que nos despierta o no, respaldándonos en sus palabras, en su tetimonio de vida, sin necesidad de comprobar o corroborar lo que nos dice. Entonces, ¿Qué necesitamos cuando hablamos con alguien? Confianza. Que se pongan en nuestro lugar. Que paren la maquinita trituradora de personas, que le aflojen a los pensamientos tortuosos, que no sospechen y mucho menos nos contesten: “Ah, shoooooo bla bla bla” poniéndose como ejemplo de lo bien que les va en algo que a nosotros nos cuesta y encima, tuvimos la valentía de confiarle. Al menos que seamos tontos importantes, sabemos lo que hicimos y sabemos que podríamos haber hecho o hacer otra cosa. Por algo no fue así. Y si no estamos en un encuadre terapéutico o si no hay un pedido explícito de opinión, no buscamos consejos, ni interpretaciones y mucho menos críticas. No buscamos un referente en lo personal. Hay un referente vertical, que salpica en horizontal pero que no es un ombligo humano. Terminamos justificándonos por haber hecho esto en lugar de aquello o por no haber hecho vaya uno a saber qué cosa, poco menos que pidiendo perdón. Buscar resoluciones en conjunto es una cosa, pero interpretar o analizar algún hecho del pasado desde los elementos, conocimientos o experiencias actuales es, como mínimo, mediocre. Seguramente, y sería lo esperable, hoy, desde otro lugar, actuaríamos de otra manera. Haríamos desde el HOY. Pero AYER, no supimos, no pudimos o no quisimos por el motivo que fuera, hacer eso o aquello. ¿Me equivoqué? La respuesta a esta pregunta es simple: Si fui fiel a mis más auténticos sentires, siguiendo los latidos de mi corazón y sin lastimar a nadie, aunque me haya “equivocado” a simple vista, no me equivoqué. Si en lugar de ser fiel a mi más genuino sentimiento, me dejé llevar por los pensamientos y especulé, aunque a simple vista “no me haya equivocado”, entonces si, me equivoqué. Hoy con 30, 40, 50, 60 0 100 años, no puedo evaluar lo que hice a los 15 con algo que no sea más que ternura. Puedo observarlo, puedo hacer algo distinto hoy, desde la persona que soy hoy. Pero no criticarme o que me critiquen con retroactividad. Puedo desde mi conciencia actual intentar remediar y reparar, pero juzgar? ¿Para qué? Seguro que después vienen los dolores en el cuello y la garganta, tortícolis (la dificultad de ver las cosas desde otro ángulo, sólo puedo verlas desde un mismo lugar), el nudo en la garganta, la rigidez del movimiento, cervicalgias, afonías, etc. Recuerden que cada vez que señalen a alguien con el dedo, quedan tres dedos apuntándolos a ustedes. Para eso trabajamos el laríngeo en nuestros encuentros desde el movimiento. Para ser más flexibles, menos rígidos, menos duros con nosotros mismos y con los demás. Para aflojarnos y no repetir las críticas de las que, seguramente, hemos sido víctimas al crecer y por eso las tenemos tan bien aprendidas. Quien descalifica es fruto de la descalificación. Quien juzga ha sido severamente juzgado. Pero se puede cambiar. Se puede aprender. Se puede trabajar. Como un alumno me dijo hace poco, “el faríngeo”. ¿Será por lo que cuesta tragar algunas cosas? Alguna vez, padeciendo un fuerte dolor de garganta, le dije a alguien “algo que tenía atragantado hacía tiempo y nunca le había dicho”. Ese Alguien, sorprendido, me dijo: “¿Se te pasó el dolor de garganta, mi amor?” Y por supuesto, se me había pasado. Probablemente, luego le haya agarrado a él. Una vez que las palabras salen de la boca, ya no hay vuelta atrás.¿Quién se atrevería a contar que veía "Piel Naranja" con Arnaldo André cuando era joven, en estos términos? Después no se van a poder quejar cuando ya no se les cuente nada. Habrán dejado de ser dignos depositarios de confidencias. Y ante la pregunta de "¿Cómo andás?" deberá conformarse con un austero..."Bien...y vos?". Paren la rotativa. No interpreten fuera del ámbito terapéutico, no critiquen ni juzguen. Es una agresión y una descalificación muy importante. Y seguramente, tendrá que ver más con ustedes que con el interpretado. Antes de opinar con tanta liviandad sobre algo que les estén confiando, asegúrense de no desparramarlo y vean qué es lo que resuena en ustedes de tal forma que necesiten interpretar o juzgar, en lugar de escuchar, comprender y acompañar con amor y compasión.
Un abrazo a todos con el alma. Liliana Marcela Pérez Villar