sábado, 19 de septiembre de 2009

Aunque usted no lo crea.


Aunque usted no lo crea, uno de mis juegos favoritos de la pre-adolescencia era, sin duda, las carreras por la medianera de la terraza de la casa, en la que vivía con mamá, papá y dos hermanas mayores, en Ramos Mejía. Desde las alturas, Claudia (mi amiga de la infancia) y Cacho (mi primo, cuando estaba en Buenos Aires), podíamos ver la Plaza que daba al terreno baldío que lindaba con el jardín de la casa. Era el lugar de encuentro por las tardes, donde hamacarse parados, hasta enredar las cadenas de la hamaca alrededor del caño, era otro de los juegos predilectos. Como salir en bici y, a falta de bocina, inventar con la garganta un sonido gutural “aruuuuuuuuaa” que nos identificaba claramente entre nosotras y era contestado con otro “aruuuuuuuaa”. O sea: “Ya llegué”-“Ok, ya salgo”. La casa había sido construida en un barrio nuevo de dos manzanas, ocupada por el club del barrio “El Estudiantil Porteño”, trasladado a lo que por entonces llamábamos, “la segunda Rivadavia”, paralela a Rivadavia, pero del otro lado de la vía. El predio se loteó, y nació un nuevo espacio en Ramos. Y allí, sobre la calle Sarmiento, continuación de Rosales, dos cuadras de casas nuevas nacieron, entre ellas, la nuestra. El abuelo Víctor había comprado dos terrenos, uno para ellos y el otro para mamá (hija única) y para nosotros. Lamentablemente, él no llegó a disfrutarlo, ni a construir. Pero se sumaban a la enorme casa que construyeron mis padres, dirigida por el tío Pirin, maestro mayor de obras. El terreno de los abuelos, pegado a casa, era para mí una especie de “bosque encantado”. ¡Aún recuerdo la alegría que sentí, cuando encontré un gigante ZAPALLO, crecido de la nada, y la emoción de aparecerle a mamá con tal regalo! Habíamos amontonado tierra de ambos lados de la pared e imitando al querido Lobo, (callejero por derecho propio) tomábamos carrera y saltábamos del otro lado. En realidad, había una puerta que comunicaba el terreno con el jardín de la casa, pero era más atractivo saltar el muro. En ese terreno, recuerdo con tanta ternura al abuelo, arreglando las jaulas de las gallinas, cantando “Préstame tu caballo pa ponerlo en mi cintura” y cómo disfrutaba cuando me dejaba jugar con las maderitas y clavos que le sobraban y armaba engendros incomprensibles para los adultos, como El Principito. Recuerdo cuando con papá comprábamos kilos de “bofe” y lo trozábamos en la mesada de la parrilla. Todos los gatos del barrio se sentaban en las medianeras de la casa. Parecían estatuas. No se peleaban, no maullaban, sabían que había para todos. Papá los llamaba frotando cuchillo contra cuchillo, como afilándolos. Y así, iban llegando de uno en uno, y el Lobo, harto de correr detrás de ellos, ya los aceptaba con naturalidad. Los dos éramos muy perreros, por lo que nunca entendí bien lo de los gatos. Pero era toda una ceremonia…A propósito, cuando con los chicos nos cansábamos de pasarnos corriendo por los 30 centímetros de pared de la terraza, subíamos a la azotea y saltábamos hacia la terraza. Sencillito. ¡Cualquiera puede hacerlo! Usted puede creer lo que quiera. Pero la verdad es que pesábamos 2 gramos (con ropa), teníamos una motricidad maravillosa, no existía la posibilidad de lastimarse, y creo que podríamos habernos tirado en paracaídas también, y habría sido maravilloso, (cosa que hice de grande). ¡Qué lindo era poder jugar en la calle con los vecinos. No pensábamos que nos iban a violar, a asaltar, a matar, a descuartizar. Era la hora en que los chicos salíamos a jugar a la calle. Eso era todo. Esas noches eternas con mi otro juego favorito: “El Cerebro Mágico”. ¡Ahhhhhh…! ¡Qué maravilla! Todavía me las arreglo para hacer de cuenta que no me enteré de cómo funcionaba. Me niego. No me importa saber nada de ningún circuito. ¡Cómo sabía ese cerebro mágico! Y el “tinenti”, unas piedritas de morondanga y felicidad para toda la tarde. El chin chón, el truco, el culo sucio, el desconfío…que nombres tan simbólicos, no? El elástico, la soga, el “YoYo”, con perdón de la palabra. ¡Qué grande el YoYO! Horas y horas de creatividad para sacar todas las pruebas. Pero…lo mejor de lo mejor…la gran amiga, la compañera de tristezas y alegrías, la que me salvó la vida, la mejor médica, psicóloga, sacerdotisa… “La Viola”, siiiiiii, la increíble guitarra, que hoy duerme en el ropero. Creo que no pude soportar verla rota. Si, alguien vino mientras trabajaba, no la cuidó, se rompió, y ahí fue quedando. Me he propuesto arreglarla en estos días. Me dolió ese golpe como si me hubiese fracturado. La barra de músicos que conformamos. Todo servía para hacer música, los cubiertos, las manos, la voz, el cuerpo…Claudia recordaba en la última fiesta, cuando canté en un Festival en Vélez a los 12 años. Quería cantar Puerto de Santa Cruz a toda costa, pero recién la había aprendido y no recordaba la letra. Le dí un “machete” para que me “soplara” la letra. El único detalle que no tuve en cuenta fue que había miles y miles de personas. Con un terror espantoso, solita en la mitad del escenario, con mi cuerpito flaquito que no hacía ni sombra, me mandé la mejor versión libre conocida mundialmente que se puedan imaginar. Total, nadie se dio cuenta. Sólo estaban las mejores voces del Folklore Nacional y los grupos más queridos que todos conocemos. Tal vez por piedad, el aplauso fue espectacular, y los músicos lo suficientemente misericordiosos como para endulzarme los oídos.
¡Cuántos recuerdos! ¡Cuánto movimiento! La tele se encendía para ver a Mr. Ed y a Daktari, como mucho. Por ahí, excepcionalmente a Meteoro o Furia. No había celulares, Internet, Iphones, y sobrevivimos. Y no vayan a creer que me agarró el viejazo. Es sólo que se acerca el 21 de septiembre. Para la mayoría, el día de la primavera. Para mí, el cumpleaños de papá. Toda la vida protesté porque no pude ir a ningún pic nic. Hoy sería feliz de quedarme en casa a saltar por los aires y preparar un salmón a la parrilla con él. Papá no fue ni cariñoso, ni comunicativo, ni expresivo, ninini, tal vez, esas cosas las fuimos tratando de incorporar ya de grandes, cuando me senté a hablar con él por primera vez y encontramos un lugar nuevo de comunicación. Pero al pasar de los años, su figura crece y la conciencia de lo importante que ha sido en mi vida su función parental, lo acerca más y más. Mi vida no habría sido la misma si no hubiera él asumido su parte como padre. Relacionalmente, no fue lo mejor, sin entrar en detalles. Pero qué bien me hizo que fuera mi padre. Hoy quisiera decirle: “Papá, qué bien bailabas el tango con mamá, qué gusto era verlos”. “Recién ahora puedo empezar a escuchar tus tangos, tus orquestas y dar unos pasitos como cuando bailaba con vos”. “¡Qué bien que cantabas y qué lástima que no quisiste volver a tocar el piano!”. “¿Sabés?, ahora no corro por las cornisas, de la terraza”. “Mi vida entera es una gran cornisa” “Pero no
te preocupes, es una cornisa de aventuras, de compromiso y lealtades, de movimiento, no de peligros, virtudes que en gran parte, aprendí de vos”. “Hoy no quiero mencionar las fallas, los defectos, quiero recordar tus virtudes, tus dones, que fueron muchos”
“Tengo tus recomendaciones, tus frases, tan incorporadas, que ando por la vida con la cucaracha al oído (aparato para el oído donde nos dicen lo que hay que hacer), ante cada situación”. –“No frenes con rebaje, podés dañar la caja, usá el freno”. “¡Son tantos los recuerdos papá!”. “¡Si me dieran unos minutos, cuántas cosas te diría!”. “Volviste por años, hasta que me asusté esa noche que estaba durmiendo, te acordás?” “Ahora no hay mas mensajes grabados en el contestador automático, ni tangos sonando de madrugada”
“¡Tal vez puedas sorprenderme por estos días por mis sueños!”
¡Feliz cumpleaños viejo, estés donde estés! Ya me imagino el despiole que estarás armando. Y gracias por todo.


Desde el alma y con el corazón. Liliana Marcela Pérez Villar.